viernes, 9 de enero de 2015

HISTORIA CONJETURAL: EL DICTADOR Y LAS CONCHITAS

Geografía de la Isla donde posiblemente hubiera ocurrido lo que se relata aquí

Confieso que el único oficio que hubiera practicado con gusto, si no hubiera optado por el bostezante oficio de historiar, sería el oficio de supremo dictador de una isla caribeña situada “entre el Cabo Catoche y la Siberia”. Imaginemos un poco esta hipotética situación que, por desgracia, ha sido repetitiva en la historia maldita de las islas situadas un poco más al este del Cabo Catoche y la Siberia.
A los 31 años, siendo un oscuro coronel del ejército sin más pretensión que la de vivir de forma decorosa con mi amada familia, me coaligué con otros del mismo rango militar de las 16 regiones de esa isla situada entre el Cabo Catoche y la Siberia, con el objetivo de parar en seco el estado de pudrición política en que se encontraba la patria, adolorida por tanto espíritu tartufo y bellaco.
A mí no me interesaba y no me interesa todavía la política, pero picado por la curiosidad, y por ver en qué terminaban las afiebradas reuniones a los que los conspiradores primeros me habían invitado a asistir en un cafetucho de una ciudad oriental a la capital de la isla, asistí a todas, pero mi objetivo, tengo que decirlo, no era diseccionar las pruebas del desbarajuste social que mis colegas exponían con sumo cuidado, sino el saborear el café de Conchita, la dueña del establecimiento situado enfrente de la bahía de esa ciudad, al mismo tiempo que degustar con mi mirada, cada vez que Conchita me daba la espalda, su enorme y empinado culo de mulata.
El día pactado del golpe, aún no convencido del todo, en vez de dirigirme con mi batallón al cuartel de Dragones y tomarlo en la madrugada, me fui con todos los soldados al café de Conchita, les dije que esperaran y velaran armas, pues su coronel iba a retozar un rato. Pensaba que la Revolución iba a fracasar de raíz, pero a las ocho de la mañana, un golpe a la puerta dado por un cabo, me trajo “la novedad mi coronel que el gobierno ha caído y ahora hay una junta de jefes que pregunta por el paradero de usted y del batallón a su mando”. Le dije a Conchita que me preparara algo rápido de desayunar y trajera una máquina de escribir: con el primer bocado y el primer café cerrero de la mañana, redacté una terrible batalla militar que sólo sucedió en las telarañas de mi imaginación:

“Como coronel en jefe del Batallón Elías Rivero, manifiesto que al llegar al cuartel de Dragones, sito entre el kilómetro 15 de la Carretera Ciudad de los Curvatos-Calderitas, al parecer, alguien dio el pitazo de que mi pequeño ejército de 120 soldados, movilizados en 5 camiones, aparecería a las 500 horas. La defensa de los esbirros de la dictadura fue férrea, pero mis valerosos subordinados salieron avantes y logramos tomar el cuartel en menos de 20 minutos y sin ninguna baja nuestra. Ningún defensor de la dictadura conservadora está vivo para contarla. Las armas de la Revolución se han cubierto de gloria en esta ciudad oriental de los Curvatos, y hoy mismo nos encaminamos a la Ciudad Capital”.

Terminado de redactar esta misiva, otro cabo se presentó para informarme de que “con la novedad que el cuartel de Dragones ha capitulado y pide garantías para salir de la ciudad”. Demostrando entereza de carácter en momentos difíciles para la Patria, mi respuesta fue la de “mátenlos a todos en frío o en caliente, y tiren los cadáveres a los caimanes del Hondo".
La toma de ciudad capital, luego supe, fue, en lo que cabe, más tenue que mi batalla imaginaria. Dos tanques, cinco tanquetas y una toma simbólica de la radio y la prensa (granadazos a todas los diarios de la capital incluido, principalmente, a uno llamado el Por Esto!, diario infame, anarquista y procubano), bastaron para que en menos de 8 horas, la ya conocida Revolución de los coronelazos defenestrara la podrida dictadura burguesa de los maricones politiquillos de la isla. En cadena nacional, la junta revolucionaria manifestó públicamente su voluntad de sanear la economía de las influencias extranjerizantes, y llamaría inmediatamente a las urnas para que el sentir popular decidiera por cuál de los miembros de la junta votaría. Estas elecciones se verificaron ipso facto, y el agraciado con el voto de las ignorantes mayorías famélicas fui yo (ayudado, desde luego, por un ejército de mapaches empistolados traídos de la Ciudad de los Curvatos, fiel a mis dictados y que se movían como perros amaestrados).
De inmediato, lo primero que hice, al jurar por la patria y por los héroes gloriosos de la Revolución de los coronelazos, fue eliminar a todos los que iniciaron la Revolución: entre las mazmorras, el exilio y el cementerio, fui suprimiendo al 99 de mis posibles opositores. El 1 % restante, no necesito decirlo, era yo. Suprimí, además, las prensas reaccionarias, decreté toques de queda durante los primeros meses de mi gobierno de mano dura, y poco a poco fui convirtiendo a la isla situada entre el Cabo Catoche y la Siberia, en una sociedad modelo, a imagen y semejanza de mis mejores pesadillas dictatoriales.
Luego vino la fiebre constructora: me encoñé por hacer varios “partenones” al estilo Durazo a lo largo de las costas de mi paisito-cortijo, le declaré la guerra a las otras islas (sobre todo, a los restos que quedaba de la Cuba comunista), pacté con el Imperio yanqui la venta de armas a cambio de coca y mujeres caribeñas de nalgas promiscuas para sus marinos, me hice varias estatuas para engordar mi culto creciente a la personalidad; e hice que uno de mis 160 hijos procreados en el tiempo récord de 10 años, con tres años apenas y cagándose en los pañales, fuese general de división y héroe de la Revolución heroica que me llevó al poder derrocando a la dictadura burguesa de los maricones politiquillos. A mi mujer, digo, a una de mis tantas mujeres de mi harén personal, la declaré Prototipo de la belleza nacional, y a mi madre, Madre de la Patria y heroína por haber traído al mundo al “Fundador de la conciencia nacional”.
En el día de mi nacimiento, imitando a un dictador de un país de mariachis vecino, decreté que fuese la fecha de conmemoración del inicio de la primera independencia verdadera de la patria, recordando los hechos de armas míos en el Cuartel de Dragones de la Ciudad de los Curvatos y, valido de documentos apócrifos y de un batallón de historiadores que comían de mis manos, compuse una historia oficial donde demostré de forma irrefutable, que no la caída de la Ciudad Capital, sino la de la Ciudad de los Curvatos, fue el factor importante para la victoria que expulsó a la reacción conservadora de la Isla.
Además de esto, hice que un congreso adocenado a mis caprichos, me declarara  “Benefactor Nacional”, “Supremo Dictador humanista” y “Semental de la Patria”: mi parentela creció con los años en el poder, pues mi obsesión por todas las Conchitas de la patria fue célebre: campesinos de la sierrita, aldeanos de aldeas perdidas del Hondo, llegaban por caravanas a la ciudad capital con nuevas Conchitas de hijas, con el objetivo único de que el “Semental de la Patria” les diera un nieto que sea orgullo de sus familias.
Y así hubiera seguido hasta la eternidad, entre la fiebre del poder y la fiebre de la bragueta, de no haber sido por uno de aquellos bastardos de una Conchita cualquiera, que decidió que ya era hora de hacer otra gloriosa revolución sin quererla.


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