martes, 16 de septiembre de 2014

FÁBULA DE LA INVASIÓN DE LAS CHAYKANES AL PUEBLO DE LOS PETULES



¡Serpientes! ¡Raza de víboras! ¿Cómo van a escapar del castigo del infierno? Por esto yo les voy a enviar profetas, sabios y maestros. Pero ustedes matarán y crucificarán a algunos de ellos, y a otros los golpearán en las sinagogas y los perseguirán de pueblo en pueblo…. Mateo 23:33-34.

Las víboras chaykanes ríen como mujer…


Entre los anales de los más viejos de los viejos, se cuenta la historia de cuando las víboras chaykanes invadieron un pueblo y sus escamas se multiplicaron como la mierda de los días.

Los anales que han llegado hasta nosotros dicen que, antes, los hombres y mujeres verdaderos de aquel pueblo de petules (raza extinta, recordada únicamente por arqueólogos y merolicos) conocido como U-Pec-kin, o Pet tu’ (que, según los que todavía recuerdan la lengua milenaria de los petules, significa la “hedionda corona”), habían tenido una larga y fructífera vida, sembrando y cosechando sus milpas repletas de maicitos, calabazas, chiles y tubérculos.
Los petules, además, gustaban de la sangre como si de maíz tierno de diciembre se tratara, y hacían con gusto sus guerras a otras tribus más bárbaras, y adoraban a sus dioses paganos del tiempo de su gentilidad, con bailes, areitos y copales quemados junto a las piras ardientes donde cocían las nalgas más carnosas de sus vírgenes canéforas.
Y para los meses en que las lluvias estivales arrejuntaban las nubes grises y soltaban sus orines, esto significaba que los más resueltos de los petules, iban a las casas de unos otomanos que vivían con ellos desde tiempos de la pacificación de una raza montaraz y caníbal llamada Santa Cruz, y se “enganchaban”,  y conseguían unos pesos, y al día siguiente, caminando y siguiendo a las muladas de la arria, se iban a un lugar llamado “La Montaña”, donde los esperaban enormes zancudos, moscas que pudrían las carnes, lagartos voladores, nauyacas asesinas y el vaho de la pudridera de la selva. Los petules aguantaban todo eso, porque sus dineros estaban entre esos malos vientos selváticos: en medio de ellos, un árbol, el zapote, los aguardaba para que prestos lo ordeñaran y prestos volvieran con sus dineros al pueblo de “la hediendo corona”, a empuercarse y empiernarse en sus jacales o en las chozas miserables de las putas no menos miserables del pueblo, y así crecer a esa raza entre nómada y sedentaria de los petules.
Pero el tiempo de ellos estaba medido con las aguas frías de los solitarios cenotes. Era un hecho que esta raza tan laboriosa desaparecería un día del registro de la historia. Los pájaros agoreros y los malos vientos del destino les tenían deparado un final atroz para este pueblo tan supersticioso.
Después de la invasión de la langosta (los registros que quedaron, fechan la llegada del acridio entre 1939 y 1944), una raza de víboras malditas de chaykanees comenzaron a empollarse, o encamarse, o enfangarse en la comarca de “la hedionda corona”, y fue cuando vino la decadencia.
Al principio, los petules pensaron que las víboras chaykanes eran atraídas por tanto montonal de langostas que inundaban las calles del pueblo. No le dieron importancia a la llegada de las víboras chaykanes. Estas aparecían por todos lados comiendo las cenizas de las langostas. Aparecían en la hamaca, donde una mujer petul se encabritaba como una endemoniada sobre la verga de su hombre. Aparecían entre los sacos de maicitos, y en las sartenejas donde el petul cazador buscaba el agua del monte.
No sé si fue en el año 8 de la cuenta de la llegada de las langostas, cuando en verdad comenzó la tragedia. De pronto, las parteras comenzaron a recibir, de entre las piernas de las hembras petules, a unos recién nacidos que tenían toda la fisonomía de los primeros hijos, pero que eran distintos en el aroma: “olían a marisco”, era una frase que logré paleografiar de unos viejos papeles que se salvaron de un terrible huracán, el Gilberto. “Olían a marisco”, fue una frase que me hizo comprender el olor tan característico de los actuales habitantes de la comarca de “la hedionda corona”: dados a bañarse todos los días con sus jabones nórdicos de puta, y a empuercarse con perfumes baratos, no hay ningún petul –indio, blanco o mestizo- que no deje de oler a marisco, como si de víboras chaykanes se tratara.



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